Chamábase Luis
Luís, trinta anos, dous fillos de trece e oito anos. Drogadito
dende os vinte, vivía sen traballar a costa da familia e do que
sacaba en arrepañar no alleo. Luís é un ser humano
que se consome, fráxil coma un vidro. A súa familia é
arrastrada na mesma desesperación, sempre entre o amor e a impotencia,
a rabia e a resignación.
Facer dunha vida «crónica
dunha morte anunciada» tampouco depende por forza do suxeito marcado.
Chamábase Luís, de Marina Mayoral, novela editada en 1989
dentro da colección «Crónica» e reeditado
en sete ocasións e agora recuperada para «Fóra de
Xogo», pode ser o caleidoscopio dos reflexos dunha vida pendente
da adicción á heroína con todos os seus ingredientes,
incluíndo mesmo o último castigo, a presencia da sida.
Nove testemuños a falar, desde a súa propia óptica,
sobre Luís ou sobre si mesmos. Todos vítimas dun dos maiores
dramas do noso tempo.
Se llamaba Luis. Un cantero grabó su nombre en la piedra gris
que cubre su nicho, uno de los que el Ayuntamiento cede por diez años
a quienes no tienen sepultura propia. Fue el último regalo de
su madre. La inscripción más sencilla cuesta cuarenta
mil pesetas, por eso hay muchas tumbas sin nombre por esta parte del
cementerio.
Tenía treinta años. Era viudo, con dos hijos de trece
y ocho años. Drogadicto desde los veinte. Vivía sin trabajar,
a costa de la familia y de lo que conseguía robando. Era alto,
moreno, de ojos verdes; guapo. Era el más joven de los varones
de una familia modesta de tres chicos y una chica.
Todos cuantos lo conocieron de cerca en sus últimos años
le desearon de un modo u otro la muerte, todos dijeron alguna vez: «Lo
mejor sería que muriese...». Ahora ya ha muerto. Quedan
solo los recuerdos y la pena, pero también la sensación
de alivio de haber acabado una lucha agotadora e inútil.
Su vida terminó, pero su historia sigue íntimamente unida
a otras historias que comenzaron antes de nacer él y que continuarán
después de su muerte. Es ese tejido de vidas lo que he querido
recoger en estas páginas, a las que hoy doy fin, de un modo simbólico,
el mismo día en que un cantero ha puesto su nombre en la lápida
gris del cementerio. El tiempo dirá si las palabras son más
duraderas que la piedra.
|