El episodio siguiente pertenece a la infancia de la protagonista y está contado por su hermana mayor: "Cuando murió la abuela colocaron el ataúd en el salón y, antes de cerrarlo, pasamos todos los nietos a darle un beso. Todos la queríamos mucho porque vivía en casa, quizá los más afectados eran Fernando y Helena, que habían pasado temporadas con ella cuando todavía vivía en la finca. Silvia tenía doce años y, como los demás, fue a despedirse, muy seriecita y sin llorar. Y hasta ahí todo fue normal, es decir, según las costumbres, aunque pueda parecer monstruoso. Lo malo empezó cuando se reanudó la vida cotidiana. Primero unos y después todos acabamos por darnos cuenta de que Silvia, al atravesar el salón, daba un rodeo muy perceptible: eludía pisar el lugar donde había estado el ataúd. La mesa del comedor estaba en un extremo de la habitación, y la puerta justo en el opuesto, de manera que la maniobra de Silvia de desplazarse siempre por los laterales, por más que nos esforzásemos en disimular; resultaba muy llamativa. Un día, al terminar de comer, Fernando la cogió cariñosamente del hombro y, bromeando, sin darle importancia, fue a atravesar el salón. Silvia iba distraída, riéndose de lo que le decía, pero al llegar al punto justo dio un frenazo en seco. Papá preguntó muy serio: '¿qué pasa, Silvia?', y Silvia contestó con la mayor naturalidad: 'es por la abuela'. Mamá empezó a parpadear y a morderse los labios, Fernando quiso echarlo a broma, 'qué boba eres", le dijo pero se la llevó hacia la puerta sin pisar el centro. Entonces papá se puso como una fiera y le soltó un sermón sobre las normas sociales y la manías que no se corrigen a tiempo, y acabó con un gesto muy teatral, ordenándole atravesar el cuarto. "Vamos - le dijo con el brazo extendido - cruza como Dios manda y que no te vea yo hacer más esa tontería". Todos nos quedamos parados y contribuimos con nuestra actitud expectante a aumentar la tensión del momento y a dar a Silvia un protagonismo especial. Eso, Alvaro lo analizó bien cuando se lo conté y pienso que llevaba razón, pero es difícil reproducir la cara de Silvia, sus gestos. Cuando Fernando la llevaba cogida del hombro se paró como quien tropieza en algo, más que un frenazo fue una especie de traspiés, de tropezón. Parecía involuntario. Silvia nunca ha sido rebelde y fue una niña muy dócil, de modo que aguantó la regañina, dijo: "sí, papá" y, muy formal, atravesó la habi-tación. Al llegar al centro, vaciló un instante y después, con decisión, levantó la pierna para superar el borde del ataúd, pisó delicadamente a abuela en las rodillas y en el pecho, sorteó de una zancada el rostro y la parte superior de la caja, comprobó con una rápida ojeada que la abuela no había sufrido mayores desperfectos, y se volvió satisfecha hacia papá, dispuesta a recibir los plácemes -por su obediencia. Sólo faltó que hubiésemos oído crujir los huesos. A mamá le dio un ataque de nervios y papá estuvo a punto de sufrir otro. Silvia nos miraba a todos como diciendo: '¿pero qué he hecho yo?'. "
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